En una tarde ventosa y fría, la Plaza Monumental de Las Ventas fue testigo de un espectáculo taurino que quedará grabado en la memoria colectiva. Víctor Hernández deslumbró con su valentía y maestría ante toros complicados, erigiéndose como un gigante del toreo moderno. Por su parte, David Galván ofreció una actuación equilibrada y técnica, destacando especialmente con el mejor lote de la tarde.
La faena de Hernández fue un ejercicio de pureza y entrega absoluta, mientras que Galván demostró su capacidad para construir una lidia inteligente y pausada. A pesar de las dificultades impuestas por los astados y el viento adverso, ambos diestros lograron dejar huella en el corazón del público madrileño.
Víctor Hernández revivió en la arena el espíritu de José Tomás, combinando valentía extrema con una técnica impecable. Su postura arriesgada y sus naturales puristas dejaron al público sin aliento, superando las dificultades de toros peligrosos y encastados.
Con una colocación perfecta y una disposición que recordaba a los grandes maestros del toreo clásico, Hernández transformó su cuerpo en una obra de arte viviente. La manera en que exponía su pecho, dejaba descubiertas sus femorales y trazaba figuras imposibles con su mano izquierda, mostraba un dominio absoluto del arte del toreo. Frente a un Busca-oro agresivo y complicado, el diestro no retrocedió ni un paso, manteniendo siempre la verticalidad y la compostura. Cada pase era una declaración de principios, cada cambio de mano una lección magistral. La faena culminó con una estocada precisa que simbolizaba la perfección alcanzada durante toda la lidia, poniendo de manifiesto que el toreo verdadero reside en la entrega total y absoluta.
David Galván destacó por su capacidad de adaptación y su inteligencia táctica frente a un toro fijo y predecible. Construyó una faena meditada, aprovechando las virtudes del animal y compensando sus defectos con recursos técnicos exquisitos.
El estilo de Galván se caracterizó por su parsimonia y precisión. En lugar de forzar el ritmo o buscar efectos espectaculares, el diestro optó por una progresión natural, permitiendo que el toro desarrollara su embestida propia. Los pases de pecho fueron momentos cumbre, donde la geometría perfecta y la medida exacta entre hombre y astado alcanzaban su máxima expresión. La dosificación del tiempo y la pausa estratégica formaban parte integral de su repertorio, creando una sinfonía taurina donde cada nota tenía su lugar preciso. Aunque alguna tanda final pudiera considerarse redundante, el conjunto de la faena evidenciaba una comprensión profunda de los principios fundamentales del toreo clásico, mereciendo así el reconocimiento del público con justas vueltas al ruedo.