Un homenaje solemne marcó la tarde en Las Ventas, donde la tauromaquia rindió tributo a una figura icónica. Con un minuto de silencio que abrió la jornada, los aficionados recordaron al inolvidable Victorino Martín Andrés, cuya huella sigue viva en cada esquina del coso madrileño. Los toros desfilados ese día, todos cinqueños y portadores de una antigua nobleza, reflejaron las características más genuinas de esta saga ganadera. En medio de esa atmósfera cargada de emoción, el sexto ejemplar se destacó como un verdadero sueño hecho carne, con su bravura y elegancia cautivando a todos los presentes.
La faena estelar fue protagonizada por Borja Jiménez, quien conectó profundamente con el público desde el primer lance. Su arte alcanzó cotas insólitas cuando enfrentó al último toro de la tarde, un animal que parecía diseñado para escribir páginas doradas en la historia de la plaza. Con una serie de naturales magistrales, electrificó a los tendidos, demostrando un entendimiento perfecto de cómo llevar al toreo a su máxima expresión. A pesar de los desafíos técnicos que implicaba el momento de la muerte, su entrega total selló su victoria, recibiendo el reconocimiento más alto posible: la Puerta Grande.
El espíritu de superación también resonó fuera del ruedo, evocando memorias de quienes lucharon contra adversidades más allá del mundo taurino. Mientras los hombros compartían el triunfo entre el joven Victorino y el maestro Jiménez, quedó claro que la grandeza no solo reside en la técnica o el valor dentro del ruedo, sino también en la capacidad de inspirar a través de actitudes resilientes. La afición, siempre fiel, reafirmó que la tradición vive gracias a aquellos que la elevan con dignidad y pasión.