El filósofo y sociólogo Edgar Morin, quien recientemente celebró su 104º aniversario, comparte sus pensamientos sobre la intrincada realidad de Europa y los retos que aguardan al futuro. Su aguda observación se centra en una paradoja contemporánea: aunque la inteligencia artificial genera inquietud, la verdadera amenaza reside, para él, en la superficialidad de la inteligencia humana. Morin enfatiza cómo la abundancia de información crea una ilusión de progreso del conocimiento, mientras la comprensión profunda se ve comprometida.
Al ser preguntado sobre el secreto de su vitalidad a la edad de 104 años, Morin atribuye su longevidad a una curiosidad innata, similar a la de un niño, combinada con las aspiraciones de la juventud, las responsabilidades de la adultez y la sabiduría acumulada a través de las experiencias de todas sus etapas vitales. Su trayectoria ha sido un testimonio de una vida multifacética, reflejando la complejidad inherente a su pensamiento.
Morin establece un paralelismo entre la actualidad y el período de entreguerras del siglo XX, marcado por la inminencia de la catástrofe. Advierte que la humanidad parece avanzar “como sonámbula” hacia un precipicio, similar al Titanic. Coincide con su colega Mauro Ceruti en la urgencia de cambiar de rumbo para evitar un desenlace fatal, señalando que la civilización occidental se encuentra en una profunda crisis, que irónicamente se produce en el momento en que su modelo se ha globalizado. La propagación de la guerra y la erosión de lo humano son síntomas de esta crisis.
El pensador describe la situación actual de Europa como agónica, atrapada entre el hermetismo de los nacionalismos y la imperativa necesidad de reconocer un destino común para sus naciones. Esta unidad, según él, no surge de un pasado conflictivo, sino que es impuesta por las exigencias del futuro: adaptarse o perecer. Critica cómo el nacionalismo se alimenta de la creación de enemigos, y cómo las ideas humanistas y emancipadoras están siendo sustituidas por visiones supremacistas y xenófobas.
Morin diagnostica una crisis profunda del pensamiento y del conocimiento, subyacente a las múltiples crisis actuales. Argumenta que la búsqueda de soluciones simplistas para problemas complejos perpetúa la barbarie intelectual. Para él, el pensamiento se ha desvinculado de su esencia, reduciéndose a un apéndice del cálculo, cuando debería ser al revés. Reitera su preocupación por la inteligencia humana superficial, incluso más que por la artificial, y subraya la necesidad de una reforma del pensamiento y la educación que abrace la complejidad e integre los diversos saberes para superar las regresiones.
El filósofo lamenta la fragmentación del conocimiento sobre el ser humano. A pesar de la acumulación de datos en diversas disciplinas, la comprensión integral de lo que significa ser humano se ha perdido. Las barreras disciplinares impiden una visión holística, creando un "agujero negro" en nuestro autoconocimiento que obstaculiza la comprensión mutua entre las personas. Morin argumenta que, paradójicamente, nunca ha habido tanta información sobre el hombre y, al mismo tiempo, tan poca comprensión de su esencia.
Morin enfatiza la dualidad intrínseca del ser humano, que es tanto Homo sapiens (razonable) como Homo demens (irracional). La locura, el delirio y el exceso son posibilidades constantes, y una polaridad puede inhibir a la otra. Observa la proliferación de fanatismos y la creencia en ilusiones irracionales, así como la ceguera de una racionalidad puramente técnica y económica que ignora las profundas realidades humanas. Advierte contra cualquier simplificación de la complejidad de la identidad humana.
Aunque la tecnología ha acentuado al ser humano como Homo faber (creador y hacedor), Morin insiste en que no se puede reducir al hombre a esta única dimensión. Destaca la importancia de Homo imaginarius, la faceta imaginativa que nutre a Homo mythologicus y Homo religiosus. Hace un llamado a reaccionar contra la concepción dominante que reduce todas las soluciones a lo técnico, ignorando el valor de la imaginación, el mito y la religión en la experiencia humana.
Morin critica la noción de Homo economicus, que percibe al ser humano como un agente racional que busca maximizar sus satisfacciones personales. Cuestiona la racionalidad de esta figura, señalando cómo el error y la ilusión pueden pervertir las decisiones y cómo la búsqueda de la máxima satisfacción económica puede conducir a una profunda insatisfacción. Propone que Homo economicus es solo una polaridad del ser humano, y que la otra es Homo ludens (el ser humano que juega), abogando por la revitalización de las relaciones de gratuidad y solidaridad.
Inspirándose en Pascal, Morin aborda la quimera del hombre. Reconoce los aspectos crueles de la vida, pero también enfatiza la necesidad de reconocer la nobleza, generosidad y bondad en la humanidad. Insta a no sucumbir a la melancolía ni a la resignación, sino a cultivar la esperanza y liberarse de egocentrismos. Propone nutrir los “anticuerpos” internos como la amistad, la solidaridad, la fraternidad y el amor, así como la belleza del arte. Cada acto de resistencia se convierte en una “pequeña isla” que preserva valores esenciales y abre caminos hacia un futuro.
Morin reflexiona sobre la pérdida de fe en el progreso que caracterizaba al humanismo europeo. Observa que las promesas de futuros armoniosos del pasado han dado paso a la incertidumbre y la angustia. Ante la proliferación de armas nucleares, fanatismos, guerras y la degradación de la biosfera, la vida de la especie humana y del planeta se vuelven un imperativo primordial. Aunque el desenlace parezca improbable, Morin, desde su propia experiencia, afirma que lo improbable no es imposible. La historia, dice, está llena de caminos inesperados surgidos de desviaciones. Concluye que la apuesta de la historia es el destino de la humanidad, una causa “más esencial, más vital, más pura y más hermosa” que cualquier otra.
Al finalizar su reflexión, Edgar Morin expresa un deseo simple pero profundo para celebrar sus 104 años: la alegría de reencontrarse con su "patria milenaria", el Mediterráneo, símbolo de cultura, historia y conexiones humanas.